Así, una noche, con varios
Quito, capital del Ecuador se lo conoce con varios nombres que la engrandecen: Se la llama “La Florencia de América” por la riqueza artística que guardan sus templos y museos; “Luz de América” por haber sido cuna de las ideas libertarias que condujeron a la independencia de América; y, se la distingue por ser la primera ciudad del mundo en ser considerada “Patrimonio de la Humanidad”. Por allí algún autor la bautizo como “La Ciudad de las Campanarios” y alguien más “La ciudad de las golondrinas”.
Sin embargo, hay una característica muy especial por lo cual se conoce a Quito y es la que la califica de “Quito, ciudad de leyendas”.
A propósito de leyendas, todos se preguntarán si en verdad existió el cura parrandero de la famosa historia, cuya línea principal dice: ¿Hasta cuando padre Almeida? con la que el Cristo que le servía de escalera para salir a sus juergas nocturnas le reprochaba. La respuesta es que, efectivamente el dicho fraile si existió; y, su fama de bohemio fue muy cierta, aún que no fue el único cura de aquella época que abandonaba su encierro y salía a dar serenatas bajo los balcones de las hermosas muchachas quiteñas.
El nombre de este personaje fue Manuel de Almeida Capilla, hijo de don Tomás de Almeida y doña Sebastiana Capilla. A los 17 años de edad ingresó a la Orden de los Franciscanos y sus devaneos temporales tuvieron un punto final, cuando el Cristo de la Sacristía del Convento de San Diego, sobre el que se encaramaba para alcanzar la ventana por la cual escapaba a sus juergas nocturnas, puso fin con su famosa frase:
¡Hasta cuando Padre Almeida!
Nuevamente enrumbado en las normas religiosas a las que se había comprometido, llegó a ser Maestro de Novicios, Predicador, Secretario de Provincia y Visitador General de la Orden de los franciscanos. Pero la historia de este personaje es más larga y pintoresca Aparentemente ingresó al Convento de los franciscanos, más que por una verdadera vocación, por un desengaño amoroso. Tan grande debió haber sido su decepción que decidió abandonar su vida licenciosa y entregó todos los bienes que le correspondían por herencia a las otras dos mujeres de su vida: su madre y su hermana.
Sin embargo, el encierro y la oración hicieron poco para vencer sus ímpetus juveniles. Pronto la tentación llamó a su celda en la forma de un compañero de encierro que le conversó sobre sus evasiones nocturnas para visitar a unas damiselas de la vida alegre que se prestaban a compartir sus encantos con los buscadores de aventuras
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